Algunas ideas que debemos tener en cuenta los trabajadores de la salud mental
Leer la implicación de los trabajadores de salud mental –
Creo, y más aún en nuestra profesión, que no es posible trabajar sin
incluir la implicación del sujeto que trabaja como parte de la
situación, como caja de resonancia de lo que está pasando allí. Por eso
pienso que es imprescindible que podamos ponernos en las situaciones en
las que nos pasan cosas para ver qué nos pasa, porque eso que nos pasa
tiene que ver con la situación. ¿Cómo nos trabaja a nosotros el trabajo
que hacemos? ¿Cómo me voy a mi casa después? ¿Qué me pasa con lo que me
pasó? ¿Qué me pasa con lo que hice, con los que estuve? A esto me
refiero cuando hablo de implicación. Hay que estar todo el tiempo
cuestionándose, preguntándose desde dónde estoy haciendo, qué está
sucediendo, para qué quiero hacer lo que hago, con quién lo hago. Puedo
ir desde un lugar de certezas, y no hacer más que aplicar mis certezas, o
ir con algunas ideas y estar abierto a cambiarlas, corregirlas,
modificarlas. Hay que pensar cuál es el grado de permeabilidad que
tengo. No se trata de ninguna manera de decir: “Yo no soy yo, soy tú”,
pero sí de decir: “Yo soy yo, pero este yo que soy es poroso; y ¿puedo
yo con este “yo que soy”, ver cómo funciono acá y qué me pasa a mí?”
El cuidado de los trabajadores de salud mental – Si uno
no puede incluir el elemento de caja de resonancia que somos como
trabajadores en una situación, entonces empieza a considerar ese
elemento como una deficiencia personal, una incapacidad o, en el mejor
de los casos, una dificultad, o –si estamos muy contaminado con el
psicoanálisis– como alguna patología personal. Poder pensar qué cosas de
la situación son las que a mí me mueven, me permite, primero,
deslindarme yo de la situación y utilizar eso que me está pasando como
recurso para entender, y no para autoflagelarme o enfermarme. Donde sea
que uno esté, lleva consigo el cuerpo, los amores, la historia; nunca
deja el traje y se va: siempre lo lleva puesto. Entonces, mejor: ya que
estamos, sepámoslo, aprendámoslo y disfrutémoslo.
El trabajo de un minero es considerado trabajo insalubre. Pero como
nuestra profesión es intelectual, no se considera insalubre aún cuando
es tan contaminante como un trabajo en situaciones de alta contaminación
material. Por eso es necesario pensar que a uno lo afecta esto de ser
caja de resonancia de lo que sucede; pero es bueno que afecte: lo que es
malo es enfermarse con eso. Para que eso no suceda hay que tener
presente un espacio para el cuidado de sí, para el cuidado del equipo y
para el cuidado del grupo. Los griegos llamaban epimeleia a una
capacidad que tenían que tener los gobernantes para cuidarse a sí
mismos, porque quien no es capaz de cuidarse a sí mismo, no puede cuidar
una ciudad ni gobernarla. Si nosotros, los trabajadores de salud menta,
no somos capaces de cuidarnos a nosotros mismos, es difícil que podamos
cuidar a los otros, salvo que nos pongamos en situación de víctima
«pobrecitos… lo que nos pasa», o que pongamos al otro en situación de
una víctima a la cual atendemos desde arriba de una pirámide.
Para que eso no suceda es bueno saber que cada cosa que uno hace
tiene que hacerla porque a uno le gusta, le interesa, le pasa algo, lo
conmueve, lo emociona. Es bueno saber que no hace las cosas por el bien
de los otros sino porque uno está ahí, jugado, comprometido y
disfrutando. Entonces, el cuidado de sí está ligado, por un lado, con
cómo uno se sitúa con respecto a lo que hace y, por otro, con generar
dispositivos. En general es muy difícil cuidarse solo; cuando uno
trabaja en un equipo es necesario generar un dispositivo de equipo para
poder compartir, socializar, discutir, pelear y también comprender qué
esta sucediendo.
Evaluación y balance de lo que uno hace – El
tema de la evaluación o el balance tiene en general muy mala prensa en
nuestra profesión: se lo siente siempre como un juicio, un examen o
incluso un castigo. Pero es fundamental que uno pueda llevarlo a cabo
porque si no, no puede crecer, no puede aprender. Uno aprende de los
errores y aprende de lo que hace. Pero si no puede hacer evaluaciones de
los procesos en que participa, entonces tampoco los puede cambiar y
queda atascado en una repetición “ad infinitum”.
Por otro lado, si somos capaces de evaluar los efectos de nuestro
trabajo es posible que nos encontremos con lo que nosotros llamamos los efectos i,
es decir, los efectos impensados. Cuando uno hace algo, desde querer
conquistar a un hombre hasta conseguir un trabajo, pintar un cuadro o
atender un paciente, lo hace porque quiere que pase algo con eso que
hace. Si bien ese algo tendrá mayor o menor claridad, hay algo que uno
espera que suceda con lo que uno hace. Sin embargo, siempre sucede que,
además de lo que uno esperaba, suceden otras cosas. Por ejemplo, uno fue
a una fiesta porque estaba ese personaje que a uno le fascinaba y se
encontró con la tía de un amigo que le presentó al hombre de su vida o a
la mujer de sus sueños. O uno se puso a leer el texto para una clase y
entonces se dio cuenta de cuál era el tema que realmente le interesaba
para hacer una investigación. Con cada acción que uno hace, parte de los
efectos tienen que ver con los motivos para los que se la hizo, pero
también hay efectos impensados, que no estaban previstos. Ahora
bien, si a esos efectos imprevistos no se les pone un nombre,
desaparecen, pasan de largo. Uno puede ir a la fiesta y no percibir las
cosas que le pasaron sin esperarlas; pero si uno está despierto para ver
esas cosas y les pone un nombre, entonces las ilumina, les presta
atención. Porque hasta que no se las nombra, las cosas no existen. Los
esquimales tienen dieciséis maneras para decir “el blanco”: ven
dieciséis matices de blanco porque tienen dieciséis palabras para
nombrarlos. Nosotros tenemos una sola, y entonces vemos sólo un blanco.
Con una palabra o con un nombre uno puede atrapar por un momento una
idea y dejarla un poco sujeta. Y la palabra, entonces, ya forma parte de
la riqueza de uno.
La importancia de escribir – Para percibir los efectos i
o para hacer una evaluación y un balance resulta imprescindible
escribir –cosa que a la mayoría de los que estamos en esta profesión no
nos gusta–. Si uno sólo habla, las palabras se las lleva el viento. Al
escribir uno se da cuenta de todo lo que no sabía pero creía que sabía
antes de escribirlo, cuando sólo lo decía. Es al intentar escribirlo que
uno percibe la torpeza de esas ideas que tenía, la imprecisión de lo
que quiere decir y todo lo que cuesta decirlo, pero también descubre que
sabía otras cosas que no se daba cuenta que sabía. Así, cuando después
uno lee eso que escribió, dice: “¡Ah, qué bárbaro! Pero, ¿esto lo
escribí yo?”. La escritura ofrece una posibilidad para evaluar, ponerle
nombre a las cosas, implicarse en lo que uno hace y, sobre todo,
cuidarse a sí mismo y no sentir que todo lo que hace se lo lleva el
viento. Con la escritura, uno queda sujeto, pero no como una ama de casa
que limpia todos los días pero todo se vuelve a ensuciar, sino como
quien hace una torta y le queda el producto. Cuando uno escribe un
artículo o una página para pasársela a alguien, entonces pasan dos
cosas: por un lado, descarga la cabeza de ideas dejando lugar para otras
ideas; y por otro, se entera de qué sabe y qué no sabe. Pero no qué
saben o no los otros sino uno mismo. Al escribir, uno va abrochando y
haciendo consistir sus ideas; y al mismo tiempo se cuida porque va
descubriendo de qué modo está implicado en una situación ((Fragmentos
extraídos de una serie de clases dictadas por Elena de la Aldea, durante
el año 2000.)).
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